Esta imagen parece una escena poética de un mundo donde el tiempo se ha detenido. Sobre el escenario de un bloque de madera antiguo, surcado de cicatrices, se despliega una composición de conchas, líquenes secos y un escarabajo deslumbrante. Cada elemento tiene aquí su función y su simbolismo, como actores en una obra silenciosa sobre los ciclos, la memoria y la belleza persistente.
La protagonista es una gran concha con transiciones suaves de color naranja y un núcleo espiral hipnótico y puro. A su lado, parecen acurrucarse conchas más pequeñas —siete en total—, cada una con su propio dibujo, forma y grado de desgaste. Juntas forman una comunidad: una familia, un racimo de recuerdos o reliquias de un mar que hace mucho se retiró.
Detrás de ellas se extiende un líquen seco —frágil, ramificado, grisáceo— como un coral muerto o como recuerdos lejanos. Es un contrapunto silencioso a la dureza de las conchas, pero también las complementa, añadiendo una historia de tiempo y transcurso.
Y por último, el elemento más vivo: un escarabajo de color verde metálico con las alas desplegadas. Se sitúa al frente como mensajero o perturbador. Su presencia introduce movimiento, tensión, incluso humor en la naturaleza muerta. Es como una firma de la naturaleza: inesperada, pero genial.
La paleta cromática es cálida, terrosa, con acentos de saturación en el caparazón verde del escarabajo y la espiral cobriza de la concha más grande. La luz es suave, lateral, modela las texturas y resalta la plasticidad de todos los objetos: las escamas, la madera áspera, el líquen sedoso. Toda la escena está construida con la dignidad clásica de los bodegones holandeses, pero con un sutil toque contemporáneo: en su perspectiva, en su atención al detalle y en su profundidad simbólica.
La imagen se siente como un relato silente sobre la naturaleza, la memoria y los secretos que permanecen ocultos hasta que una mirada atenta los descubre. Es un poema visual sobre la permanencia en la fragilidad y la belleza escondida en los detalles.