Sobre un fondo oscuro y arrugado, como madera vieja y resquebrajada, reposan hojas claras dispuestas en círculo —cada una apunta con su tallo hacia el centro vacío, como si todo convergiera hacia un núcleo silencioso. Esta composición evoca una mandala, un disco solar, o un ojo que no mira hacia afuera, sino hacia dentro. En esta geometría no hay azar —cada curva, cada espacio entre hojas transmite calma y propósito, como si la propia naturaleza hubiera creado este patrón como mensaje.
Las hojas están secas, frágiles, casi translúcidas. Llevan consigo huellas del tiempo —pequeñas manchas, delicadas grietas, la nervadura por donde alguna vez fluyó la vida. A pesar de su aparente fragilidad, irradian dignidad, como si recordaran. El silencio que emana de la imagen es profundo y pleno —no es vacío, sino un espacio para la memoria, la contemplación, el regreso a lo esencial.
La paleta del cuadro es sobria, de tonos terrosos y marrones, con suaves transiciones entre los dorados de las hojas y el fondo oscuro. La luz es suave, baja y lateral —como la de un amanecer o el último rayo antes del ocaso. Proyecta pequeñas sombras que dotan a la escena de plasticidad, de relieve, de una profundidad casi escultórica. Cada hoja parece tener presencia física, como si pudiera tocarse.
Esta imagen no es solo una disposición estética de elementos —es una meditación visual. Atrae al espectador hacia sí misma, lo invita a calmarse, a detenerse, a mirar hacia adentro. En la simbología del círculo se refleja la eternidad, el ciclo de la vida y la conexión de todo con todo. Las hojas, aunque ya secas, aún hablan. Y lo que dicen es silencioso, pero inmensamente poderoso.
La imagen actúa como un homenaje silencioso al paso del tiempo —una prueba de que incluso lo que ha pasado puede ser bello, valioso y lleno de sentido.