Sobre un fondo oscuro, casi vacío, emergen dos delicadas cabezas de cebollino en tonos lila-rosados. No son solo flores. Son dos seres: una ya abierta, la otra aún callada, envuelta en su silencio verde.
La primera conversa con la luz – florecida, expuesta, como si acabara de entrar en diálogo con el mundo. Cada uno de sus pétalos es como una palabra, tímidamente pronunciada, pero sincera. La segunda – aún cerrada – solo escucha. Guarda en sí el silencio, la espera, tal vez el deseo de florecer algún día también.
Juntas se alzan como dos hermanas. Como un diálogo entre lo que ya ha sido dicho y lo que apenas empieza a nacer. Sus tallos son delgados, pero se mantienen erguidos – prueba de que la fragilidad no es debilidad.
Toda la escena es sencilla, y por eso mismo poderosa. No hay elementos que distraigan, solo una relación. Una relación entre dos flores, entre la luz y la sombra, entre la forma y el anhelo.
La luz las acaricia con suavidad, sin grandilocuencia – basta con un roce. Y es en ese gesto luminoso donde se esconde la calma, la intimidad y el silencio. Algo entre un recuerdo y una promesa.