Esta fotografía de naturaleza muerta, visualmente poderosa, es una meditación sobre el tiempo, el fluir, la fragilidad y la transformación. Ante el espectador se presentan tres manzanas —cada una en una fase distinta de descomposición o consumo— junto con dos caracolas dispuestas sobre una tosca base de madera. Este contraste entre lo orgánico y lo mineral, entre lo transitorio y lo duradero, genera una tensión dramática pero profundamente poética.
Las manzanas —marchitas, arrugadas o mordidas— narran una historia sobre la fugacidad. Sus deformaciones, la textura de la piel, las grietas y la podredumbre no se muestran con repulsión, sino con sensibilidad al detalle y un respeto por su metamorfosis natural. Mientras una manzana ha sido cortada longitudinalmente y revela su corazón seco, otra está casi completamente comida —con la pulpa expuesta, restos de piel y el tallo como recordatorio de su origen. Cada una representa una fase: plenitud, división y consumo.
Entre ellas se encuentran las conchas de caracol —pequeñas espirales perfectas que evocan repetición, retorno, ciclicidad. Permanecen intactas, suaves, contrastando con la rugosidad de la fruta y con la madera trabajada y agujereada sobre la que descansan. Las caracolas parecen recordarnos que algo perdura, incluso cuando la forma desaparece.
La gama cromática es cálida y terrosa —predominan tonos marrones, rojos, ocres y beiges. La luz es suave, lateral, generando sombras sutiles y modelando los objetos con una calidad casi escultórica. El fondo oscuro, con pátina, le confiere al conjunto la atmósfera de una naturaleza muerta de los grandes maestros —una imagen que podría haber sido creada tanto en un estudio renacentista como en el presente.
La composición es cuidada —asimétrica pero equilibrada. Tres manzanas, tres conchas —tres fases, tres formas, tres momentos. La madera, como base sólida, conecta todos los elementos y a su vez lleva consigo huellas del pasado —surcos, orificios, anillos del tiempo.
A nivel emocional, la fotografía transmite una melancolía serena, casi meditativa. Es una imagen de la fugacidad, pero no suena trágica —más bien como una aceptación del ciclo natural de la vida. Nos recuerda que incluso en la descomposición hay belleza, que lo que se va también puede tener sentido. Es un poema visual sobre el envejecimiento, el tiempo y las huellas que dejamos —ya sea como fruto con tallo, o como concha que permanece.