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En esta naturaleza muerta sugestiva emergen tres flores —o, más precisamente, tres fases del ser floral— que representan diferentes estados: desde la belleza marchita, pasando por la descomposición seca, hasta el frágil resto de vida. Se convierten en una metáfora del paso del tiempo y de los ciclos de la naturaleza. La composición es sencilla pero profundamente artística. Cada planta tiene su lugar en el espacio, su carácter y su “lenguaje corporal”, que cuenta una historia silenciosa sobre el nacimiento, la madurez y la desaparición.
La flor más llamativa es la de la derecha: la única que aún conserva restos de color. Es la última corona violeta de vida, que se aferra valientemente, aunque doblada por la gravedad y el tiempo. Sus pétalos curvados son como un último grito contra el destino inevitable. Es una belleza melancólica —áspera, pero profunda. En contraste con ella, están las dos flores secas —a la izquierda y en el centro— como testigos silenciosas de lo que ya fue. Sus texturas son más duras, descompuestas; su forma parece más frágil incluso que lo vivo.
El fondo es oscuro, casi negro-marrón, con suaves texturas que recuerdan a un lienzo antiguo o a un yeso patinado. Este fondo neutro, pero cargado de atmósfera, crea el escenario perfecto para este trío de personajes vegetales. La paleta de colores es deliberadamente apagada —con la excepción del último destello violeta. Los protagonistas aquí son los tonos marrones, ocres, grisáceos y verdes apagados. Gracias a esta gama, la imagen se asemeja a un herbario antiguo o al retrato natural pintado por un artista que comprende la belleza incluso en aquello que muchos consideran su final.
La luz es suave y lateral —modela los detalles de cada tallo, cada resto de pétalo, cada escama. Juega con las sombras, destacando la textura y la materialidad: la dureza de las partes secas, la suavidad aterciopelada de la flor violeta, la fragilidad de las hojas. El resultado es una imagen que no ofrece belleza superficial, sino una profunda invitación a la contemplación.
La fotografía actúa sobre el espectador de manera introspectiva. Invita a observar, a detenerse, a aceptar la ciclicidad de la naturaleza. Es una imagen sobre el fluir, la fugacidad, sobre una belleza que no grita, pero que perdura en el silencio. Las tres flores se alzan como tres testigos de la vida: pasado, presente y futuro que se desvanece. En su postura conjunta hay una tristeza sutil, pero también dignidad. Es un retrato silencioso del tiempo.