En Delfos, cuando asoma el otoño, el laurel cede su cetro a la hiedra que, seductora, nos invita al furor poético y sagrado de la risa, a abandonar así aquellos espejismos de la profana embriaguez que exaltaron nuestra soberbia y mezquindad y convertimos a la sabia perfección de lo divino, allí donde la vieja cabaña se torna palacio. Dionisos obra la metamorfosis del alma grosera, el oro visionario de su sagrada y permanente transformación, rescatándola así de la onírica geografía del olvido, al tiempo que violenta la lógica de lo visible al servicio de los invisibles recovecos del noúmeno.